A comienzos de los 70, la NASA lanzó al espacio las sondas Pioneer 10 (en 1972) y 11 (en 1973), para llevar su exploración hasta los confines del Sistema Solar y luego salir rumbo al espacio desconocido. La Pioneer 10 lleva consigo una placa de oro (por motivos prácticos: es un metal muy estable y perdurable) con un dibujo que representa a los seres humanos (un hombre y una mujer desnudos) y el Sistema Solar, subrayando nuestro origen en el tercer planeta. Por si algún día se tropieza con seres inteligentes.
Pero desde hace 20 años esas dos naves se convirtieron en un enigma y una fuente de discusión académica por un comportamiento inesperado: a medida que se acercaban a los límites del Sistema, deceleraban de una manera leve pero mensurable, sin causa conocida. Es el fenómeno que se dio en llamar «la anomalía Pioneer» y ha dado mucho juego para especulaciones sobre las leyes físicas y efectos gravitatorios.
Ahora el asunto parece zanjado tras un concienzudo estudio en el JPL de todos los datos transmitidos hasta que enmudecieron, en 1995 la Pioneer 11.
La respuesta es una radiación termal anisotrópica. Es decir, que las naves experimentan (dicho en presente, ya que siguen sus rutas) un calentamiento asimétrico, causado por sus generadores nucleares.
Las Pioneer vuelan de manera estable (sin girar) mostrando siempre el mismo lado hacia el Sol, pero el calor se genera en la parte delantera de la sonda y sus ondas se emiten hacia atrás, donde chocan con la trasera de las antenas parabólicas (siempre orientadas hacia la Tierra). Allí rebotan hacia la dirección de la marcha, como un motor a reacción frenando. Simples ondas termales.
Es complicado para un lego, sí. Pero cualquiera entiende que lo que llamamos «espacio exterior» no es un vacío absoluto. Las diferencias de temperatura, los campos magnéticos y las emisiones de partículas crean poderosos flujos y corrientes interplanetarias. Hay un proyecto, aún teórico, de «navegación a vela» en el que la Sociedad Planetaria empeña gran esfuerzo para construir una nave, dotada de inmensas velas (kilómetros cuadrados), que serán empujadas por los fotones de la luz solar. Un primer intento en 2005 resultó fallido porque el cohete que debía poner en órbita al Cosmos 1 cayó al mar.
El periodo de actividad especialmente violenta que desde hace unos meses atraviesa el Sol, y sus monstruosas erupciones que llenan la web de fantásticas imágenes, ha empezado a popularizar la idea de que existe un clima espacial.
Estas emisiones extraordinarias de iones, rayos X y otras partículas, llegan a la Tierra a una velocidad muy inferior a la de la luz (pueden tardar hasta un par de días). Aún así son poderosas cargas de energía que, menos mal, son deflectadas por el campo magnético terrestre (creando una corona envolvente y una larguísima cola de cometa al exterior) o son absorbidas por la atmósfera (para crear espectaculares auroras boreales). Son tormentas descontroladas e impredecibles.
Pero los poderosos vientos solares (la emisión de luz del Sol) constituyen un chorro continuo de fotones, que también empujan con su insoportable levedad los objetos con los que tropiezan en el espacio.
La metódica investigación sobre «la anomalía Pioneer», una valiosa aportación para una posible forma futura de navegar por el espacio, ha sido posible sólo porque contó con dinero de la Sociedad Planetaria, que a su vez me transmite su agradecimiento por mi modesta aportación como miembro. Si viviera en EEUU, creo que podría desgravarme esa leve contribución (voluntaria) a un asunto de interés científico. Pero esa es otra historia...
Comentarios
Publicar un comentario