Alicia cada día más vulnerable

Desde el viejo y feo edificio de Construcciones y Contratas no se ve la gran mole blanca símbolo de tu imperio. Navegas en un destructor y has dejado el portaviones en manos de sus antiguos capitanes, con sus grandes arcadas, su vestíbulo con los tres vigilantes y otras tantas bocas para los fríos ascensores.

Les has dejado en lo más alto de Madrid, en el último piso de Grucycsa, cabalgando sobre los despachos de Miguel, de Romualdo, de Fernando, aislados en sus enormes despachos que parecen sacados del colosalismo hollywoodense de Cecil B. de Mille. Ya no está Curry Valenzuela para avisarte de los peligros y con Javier hay temas que prefieres no tratar. Tienes a Ana y a Manuel, tus abogados, que se pierden en la jungla de papel couché en la que habitan los motores de las Nikkon, los super 8 automáticos y los carnívoros insectos mecánicos de los buscadores de cabezas. Te salvan, Isidoro y su equipo, cansados del oficio de proteger, presionar, callar y resolver tus problemas. Te han avisado que te cuides de los idus de otoño, como a César le avisaron de los de primavera.

En Londres te vió demasiada gente que cultiva los mismos restaurantes y desde que Julián contó aquello, estás en la lista de las presas. Tú. Con tu cabello rubio ensortijado sobre los hombros, sensual y hermosa. Extraña para casi todos los que ven y miran tus largas piernas que se doblan bajo la falda de cuero negro, y que quieren apresar la media sonrisa de tus labios apretados y finos en los extremos o el mentón roto, que te hace más vulnerable.

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