Don Pelayo desde su cornisa

La gota que colmó la paciencia de don Pelayo, allá en la cornisa, fue la pelea incruenta entre los hunos y los hotros -el capricho ortográfico, del Sr. Unamuno-, a cuenta de quién plagia a quién. Ha sido desmoralizador ver cómo los cabezahuevo se han enzarzado en pública acometida, al grito no de «sus y a ellos» o de «a mí, Sabino, que los arrollo», que son frases legendarias que recorren como una descarga eléctrica la epidermis colectiva de este pueblo de No-Do, sino del grito vulgar de «¡estatalista!» y de «¿estatalista, yo, so berluscón?».

Y todo porque Concha Velasco, la única chica de la Cruz Roja que sigue encaramada a sus piernas, se ha abierto camerino en Tele 5 con la cosa ésa de Queridos padres y los estatalistas del Ente le han dado una oportunidad a ese chico loquillo que tenía la Campos en su tenderete, Ramoncín. Y ¿por qué agarrarse del moño por el asunto Concha/Ramoncín, si la parrilla semeja, por lo general, una rúa sembrada, por la que el espectador, alerta, sobrevive sorteando minas con forma de preposición canina? Pero a don Pelayo se le han hinchado, ya, las trufas, y a falta de compararlas con las del negrazo Tyson, se ha lanzado cornisa abajo, dispuesto a cristianar el mando a distancia.

Y ya se están viendo los resultados: en Telemadrid, El Cid; en TV1, Don Quijote. Y éstos sí que son paisanos nuestros, aunque Chaltonjeston fuera extranjis, y el director, también, y el productor, también, pero los extras, las murallas y los campos de Castilla, ésos sí que eran nuestros, y de Burgos, oiga. Y además dice la leyenda que don Ramón Menéndez Pidal, un sabio que se inventó al Cid, y que era casi centenario, supervisó la película; no fueran a cometer, estos americanos insensatos, algún dislate.

Don Ramón se encargó también -creo- de vigilar que Sofía Loren no desvirtuara a doña Jimena, aunque a la Loren, entonces en todo su amplio y bien almenado esplendor, se le disculpaba todo; se acercaba a la muralla, se apoyaba en la fría piedra, ésta se encarnaba y la morisca soliviantada, pies para que os quiero. Y qué decir de Don Quijote; pues que desde que los rusos no están para pelear con molinos de viento, que son los que más saben del Quijote, y mejor lo hacen, qué menos que el fabuloso autor de Maravillas (mi película preferida), Gutiérrez Aragón, para levantar el tenderete: nos viene bien la locura del caballero para transitar por estos campos de Montiel llenos de felones y de lobos con piel de cordero. Ojalá esta purificación de la parrilla nacional sea total y que don Pelayo, cornisa abajo, sea como Santiago Matamoros, y se nos aparezca en el firmamento de las 625 líneas (y ojalá, ya puestos, expulse a punta de tizona a Carrascal; es capricho, sí).

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