La literatura es siempre un consuelo

Monocorde, frío, implacable, ajeno siempre a todos y a todo, el teletipo dio ayer la noticia: el viernes, 27 de diciembre, falleció en el hospital Antoine Becleire de Chemart, a extramuros de París, Hervé Guibert, víctima del SIDA. Una noticia, un nombre, un ser anónimo para muchos, un alma errante más en este universo de estrellas suspendidas en un firmamento demasiado inanimado y miserable para ser humano. 

Nacido en París en 1955, periodista de Le Monde y autor de novelas tales como Des Auvelles, Mes Parents, y Les Chiens, su personalidad joven y libre, activa e inquietante, se manifestó y llegó a su cúlmen cuando, siendo todavía casi un adolescente, quiso el destino ponerle en el camino de Michael Foucault, una de las personalidades más significativas.y lúcidas del siglo XX. Foucault, filósofo francés nacido en Poitiers en 1926 y muerto en París en 1984, deslumbró primero a Guibert con sus revolucionarias ideas sobre el sexo, la verdad y el poder, iniciándole después en la inquietante dialéctica que cuestiona la evolución del conocimiento humano enfrentado a los tópicos tradicionales de la ficción histórica; finalmente, conseguido el «pathos» de la más íntima «continuidad biológica y existencial», como definiera el propio Guibert, al amor brotó en las ardientes arenas del desierto habitado por estos dos hombres esa pasión de los amantes que, aun teniendo como fundamento físico «el beso punzante bajo las almohadas», que poetizara Lorca, quiere trascender su éxtasis a una metafísica mutante del hombre y su proyección «ad infinitum». Pasión de amante que el propio Herve Guibert testimonió con escalofriante sinceridad en su libro 

Al amigo que no me salvó la vida, cuyas páginas no sólo son un homenaje póstumo a Foucault, sino el grito libre a las tinieblas del mundo en el que, confesando el SIDA, la común enfermedad de ambos, el joven escritor venía a rasgar el velo del templo de una sociedad cobarde, ciega e hipócrita; necesitada en estas postrimerías del milenio de voces proféticas y mediums que, como Guibert y su amante Foucault sirvan de catalizadores que conmuevan hasta sus cimientos los ídolos de barro de los tabúes y de los dogmas que, teniendo como origen las ignaras religiones de la alienación reaccionana, mantienen secuestrada a la especie humana no sólo en sus ideas, sino también en su proyección hacia ese verdadero «Homo sapiens» que, mañana, en el espacio interestelar donde se proyecta el Progreso, vencerá prejuicios y dogmas, derribará toda las barreras y, sobre todo, propiciará el advenimiento de un hombre nuevo, cuyo sexo no alumbrará la flor sangrante de un gineceo hospitalario o familiar, canijo y excluyente, sino la apoteosis floral del amor libre y liberado del dedo acusador de los inquisidores. 

Porque hombres como Guibert y su amante son la reencarnación de los dos testigos del Apocalipsis, los cuales «cuando hubieren acabado su testimonio, la bestia, que sube del abismo, les hará la guerra, y los vencerá y les quitará la vida, y su cuerpo yacerá en la plaza de la gran ciudad que se llama Sodoma». «In Memoriam».

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