De aquel encuentro con Gore Vidal queda sobre todo la imagen de un gato en su regazo, el sonido lejano de un telediario y el pesimismo lacerante que dejó en el cuerpo. Ante nosotros, el último intelectual americano.
Esperaba sin demasiada prisa el desenlace, oteando en la distancia el cartel de «salida», pero escribiendo todos los días a mano en su solemne mesa de madera de cerezo. Estábamos en el verano del 2008, en la antesala de la elección de Obama, y ya en la primera respuesta nos dio el titular que andábamos buscando: «Vamos a tardar al menos cien años en reparar todo el mal que nos ha hecho Bush». Pese a su fragilidad física, encorvado sobre el bastón, su agilidad mental nos trajo fulminantemente el recuerdo de Norman Mailer, meses antes de su muerte...
«El imperio se acaba porque se acabó el dinero: la avaricia pudo con nosotros», anticipaba meses antes de la debacle. «Así es como acabaron todos los imperios, del romano al español... EEUU acabará encontrando probablemente su lugar en el mundo, entre Argentina y Brasil».
Intentamos levantar el ánimo varias veces durante la entrevista, buscar un ángulo mínimamente positivo que nos sirviera para eludir el precipicio del cinismo. Pero Gore Vidal nos arrastraba irremisiblemente al pozo del descreimiento, como cuando le preguntamos qué cabía esperar del siglo XXI. «La ley marcial», respondió sin dudar. «Tarde o temprano estallará algo en algún lugar».
Quisimos saber a qué presidentes en la historia de EEUU salvaría de la quema y sólo dio dos nombres: «Me quedo con Franklin D. Roosevelt, que tuvo sus defectos, pero supo sacarnos de la Gran Depresión y crear un colchón social con el New deal, y abrir magníficas oficinas de correos en todo el país... Me quedo también con Lincoln, un presidente complejo y enigmático, que se escribía sus propios discursos, lo cual dice mucho de él. También escribía poesía».
De Gore Vidal queda eso, el retrato de un hombre con gato y con bastón, profundamente solo, receloso de la humanidad y sin ninguna esperanza en el presente, y no digamos en el futuro. Entonces pareció agorero y tirando a funesto. Hoy resultaría simplemente realista.
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