Bruce como siempre fascinante

Es verdad que también puede cansar, una y otra vez, la misma ceremonia de intensidad, mástiles de guitarra en el aire y discursitos. Pero Bruce es uno de los últimos humanistas que quedan en el show business, y, por muy coñazo que se ponga, hay que escucharle porque siempre tiene algo que decir. Aunque sea, curiosamente, en un Bernabéu que aplaudió hasta la bandera el fichaje de un futbolista cuyos casi 100 millones de euros fueron facilitados por una entidad bancaria hoy nacionalizada y envuelta en la polémica. 

No llegó Springsteen a capear la crisis y quedaron entradas sin vender, pero cerca de 60.000 personas se reunieron para cantar Thunder road y otros éxitos. 

Con media hora de retraso salió Bruce al escenario con su E Street Band. Allí estaba el bueno de Little Stevie con su guitarra y su pañuelo, recuperado para la música tras su momento de gloria televisiva con Los Soprano. Y el gafotas de Max Wenberg aporreando los parches con su cara de responsable de concesionario. Y Garry Talent al bajo. Y Roy Bittan a las teclas. Y Jack Clemons sustituyendo a su tío Clarence, fallecido el año pasado y hasta haciendo el gusano en plan breakdance... Ya saben, la gran familia del rock, los zíngaros de la música... 

Se podría decir que el arranque fue una cuestión de onomatopeyas. De la u del «¡Bruce!» con la que fue recibido el de Nueva Jersey a la a del coro de Badlands con la que arrancó el concierto y la ooo del final de la canción. Todo ello sobre un sonido que no podría calificarse de especialmente definido, lo cual no representa un obstáculo para una afición entregada, a la cual le gustan de The Boss hasta los andares. 

Desafiando a la normativa municipal que impide que los conciertos madrileños se extiendan hasta más allá de la medianoche, Bruce fue llevando a cabo su ritual, congestionado y con profusión de molinetes de brazo en We take care of our own, recuperando el folklore irlandés en la nostálgica Wrecking ball (que da título a su último álbum) y en Death to my hometown, saltando del legado musical más blanco al más negro con My city of ruins y Spirit in the night, leyendo largas y emocionantes parrafadas en español sobre «aquello que perdemos y aquello que queda para siempre» y sobre aquellos ausentes («Patti está en casa con los niños, pero les envía su amor», excusó la ausencia de su mujer, antes de promulgar: «Si vosotros estáis aquí y nosotros estamos aquí, entonces ellos están aquí»). En ese sentido, no se olvidó de Nacho, el joven fallecido a causa del cáncer cuyos familiares y amigos pelearon a través de Twitter para que Springsteen le dedicase una canción. El rockero cumplió, ni más ni menos que con The River, antes de atacar el Because the night de Patti Smith cuando el cronómetro del concierto llegaba a las dos horas y media. 

Bruce ejerció su papel de rojeras, colando coyuntura entre la celebración musical («sé que aquí los malos tiempos son mucho peores que en mi país, pero nuestro corazón está con vosotros, así que queremos dedicar esta canción a todos los que están luchando por España»), pero también de clown que caminó como Chiquito de la Calzada entre carteles de Peralejos de las Truchas y de héroe de las generaciones futuras, llegando a subir a un crío para que se marcase el Waitin' on a sunny day. 

Luces de móviles en Jack of all trades, despiporre en Murder incorporated, guiño a los talibán de las primeras filas al seleccionar un cartel de Spanish eyes para dedicárselo luego a las «mujeres bonitas de la España», subidón al cielo con The Rising, popurrí soulero... En definitiva, un paroxismo de todo lo imaginable, que ya huele y que al mismo tiempo fascina.

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