Estaban todos: políticos, políticas, actrices, actores, vicetiples, periodistas, poetas y escritores. El callejón era un hormiguero y los tendidos una arco en tensión, además de una exposición de famosos. La Fiesta está en auge. Toreaba Espartaco. Bien; cada uno es dueño de sí mismo, de sus aficiones, de sus entusiasmos. Y Espartaco es un torero que impone su ley, sin que nadie le haga sombra, yo creo que sin engaños y con las cartas sin marcar. El juego es el juego.
Y quien juega gane o pierda, a de atenderse a unas reglas. Estas reglas y estas normas, para bien o para mal, hoy las impone Espartaco. Es así, y quizá tenga derecho a serlo después de tantas sordas batallas que no se le reconocieron; pero ha llegado arriba. Y, entonces, se le acepta o no se le acepta, más la discusión es estéril.
Tiene la mayoría absoluta y no hay votación que no pueda ganar. ¿Tiene él la culpa? Desde la ortodoxia taurina, yo creo que sí, que tiene la culpa pero, desde la sociología política del toreo su posición es indiscutible. Y no será él quien reniegue de sí mismo si los demás no reniegan. Este país, ¿no lleva tanto tiempo votando a un mismo partido en el Gobierno? Pues por idénticas circunstancias, a mí me parece que vota a Espartaco y que lo seguirá votando.
¿Qué le dan una oreja? pues bienvenida sea, no será él quien la rechace. La culpa la tienen quienes la piden. A mí la oreja de Espartaco me ha recordado, salvando las distancias, el famoso rabo que le dieron a Palomo Linares en esta misma plaza. El toro del Puerto de San Lorenzo se cayó seis veces, según mi contabilidad, y no porque Espartaco le bajara la mano o lo sometiera con crueldad, sino porque el pobre bicho no podía más. Por supuesto que Espartaco anduvo con él sobrado y a gorrazos. Le dieron la oreja y yo no se la voy a quitar. Pero allá él, si cree que se la mereció.
Lo del segundo pudo ser peor pero por una vez, la espada con la que Espartaco nunca falla puso las cosas en su sitio. La apoteosis de la puerta grande de Madrid hubiese sido excesiva. Pero como agradecimiento a la bondad de la afición, a ver si un día Espartaco se decide a torear de verdad. Dicen que en tiempos lo hizo. Pero ayer no.
¿Por estos toros se han peleado las figuras? ¿Son éstos los míticos toros que todos querían torear? ¿Fue por estas disminuidas bestias bicornutas por las que la Compañía de Gastadores del Ejército Taurino se ha partido el alma y ha llegado a una guerra fraticida de descalificaciones, vetos y otras anómalas circuntancias? ¿Por estos toros el primero del escalafón, el que más torea, el que más cobra, el que más orejas corta, dicen que ordenó zafarrancho de combate?
¿Por ellos se han quedado fuera de los carteles de San Isidro toreros que aspiran al podio del ganador y por ellos la afición anda revolucionada, los reventas enzarzados como jauría perruna y los toreros que han sido deshauciados, andan como furcia por rastrojo y en cuaresma: es decir, sin ocupación, sin beneficio y sin honra torera que llevarse a la boca? Pues parece que sí, pero se podría afirmar que los toreros que se pelean por torear estos toros ya no son aquellos toreros machos de Ronda y otras latitudes que antiguamente cantaban los romances, Ronda, la de los toreros machos.
Si yo fuera torero a 10 mejor también me peleaba por estos toros; igual que a los toreros de postín no me atormentan urgencias machistas. A éstos, a los toreros de postín tampoco los acongojan las calificaciones. Saben que con aceptación y sin riesgo las arcas los rebosan y los contratos les llueven del cielo. Ronda, la de los toreros machos. Debió de ser cosa de ver en aquellos tiempos. Mientras tanto los Murteira para Palomar y otros desgraciados.
A Julio Robles le tocó bailar con la más fea. Y bailó como sólo puede bailarse en estas situaciones desesperadas: largando trapo, con paso largo y con el ojo puesto en el enemigo. Dejó constancia de su capacidad para zanjar estas cuestiones toreras de máximo compromiso con resolución. Sus peleas con los dos mansos fueron dos peleas bravas, a muerte y sin concesiones. Al menos a mí me lo pareció. La primera en tablas, en un espacio inverosímil, estrellando las embestidas (es una forma de entendernos) del toro contra la madera.
La segunda fue quizá menos bronca pero igualmente emocionante e igualmente torera. Curro Vázquez, parece que el nombre es una maldición, tiene en contra la plaza, la afición y los toros. Posiblemente tiene en contra, también a sí mismo. Intentó lucirse en dos quites pero ni siquiera se le agradeció su buena voluntad. Quizá ha dado muestras suficientes de su otra voluntad, la mala, para que se le perdonen esas cosas.
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